viernes, 14 de junio de 2013

"Tres de febrero", por Martina Costillo

Aún ahora sigo sin saber cómo he llegado aquí, qué hago, por qué mis pasos han sido obligados a seguir este camino.
Esta vez en un cielo sin nubes que lo cubran, se asoman las luces del alba por mi derecha. Siempre radiantes, suaves pero deslumbrantes. Anhelo esa tranquila alegría del amanecer. El reloj dice que pasa más de media hora de las ocho. La cancha, coronada por dos canastas, todavía guarda restos de las lluvias que la visitan escondidas en la noche. Así, aún observando el cielo con envidia, el balón llega a mis manos. Lo boto lentamente, con tranquilidad, disfrutando de ello. Sonrío. ¡Cómo lo echaba en falta! Aquel sonido profundo, un tercer latido de mi corazón. Cada grano acariciando las yemas de mis dedos, tan ásperos y marcados como los recordaba. Quise correr y lanzar, tenía la canasta libre. Frenada súbita; la Prohibición. Paso la pelota al primero que siento cerca y suspiro mirando al suelo. Recuerdo distintas personas, familia, profesionales, y distintas frases que venían a decirme la misma idea: “No vuelvas a jugar al baloncesto”. Exhalo todo el aire que parece caber en mis pulmones hasta que el vacío empieza a doler, intentado que la presión me abandone junto a él y me dedico simplemente a observar como el azar crea los equipos y se acerca el inicio del partido.
Comenzamos sin saque central, sin importar quien haga la primera jugada. Intento olvidar que el mundo continúa más allá de la cancha, que existen los problemas y centrarme en vivir el partido. Cuando me doy cuenta el esférico está en mis manos, y yo dentro de la zona. Driblo como hacía meses atrás, salto, lanzo, la pelota atraviesa limpiamente las cuerdas de la canasta. ¡Dos puntos! La esperanza de despedirme del dolor florece… como los cerezos de abril, bellos pero efímeros, es la comparación que creo cuando, al intentar crear una segunda parábola perfecta y fallar, pierdo el equilibrio al finalizar un corto vuelo. Empieza por enésima vez esta condena. Cierro los ojos y aprieto la mandíbula. ¿Por qué? Quiero golpear lo primero que vea, aunque sea el suelo, esto debe ser la ira, pero no puedo hacerlo, tal vez impotencia. Resisto, y sigo el juego, cambiando a un ritmo más suave, pero todavía intenso para mí.
No ha pasado mucho tiempo, eso veo cuando miro mi muñeca. Todos siguen corriendo, atacan, defienden… Está claro que no se va a notar en ellos un cansancio que todavía no existe, y sin embargo, yo… Apaciguar el dolor me está robando fuerzas, mi respiración ya se altera. Intento toser, solo siento que sale de mi interior el último hálito de un enfermo. ¿En qué me he convertido? Junto a la angustia, la chaqueta comienza a crear un calor innecesario y a interrumpir mis movimientos. Durante una jugada de ataque en la que sobro, la dejo sobre el muro, cerca de las escaleras. Aprovecho que siguen sin echarme en falta y me agacho. Envuelvo el tobillo izquierdo con mis manos. Si se diera el remoto caso en que alguien se diera cuenta de mi presencia pensará que me estoy atando las zapatillas, como siempre parece pasar.
-¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
-El tobillo… duele… - las palabras salieron solas, dejándome comprobar que es bien cierto que no sé mentir.
-Si te duele entonces díselo al profe y descansa.
Ya la había reconocido por la voz, no necesitaba mirar a una de mis compañeras de clase, pero aun así lo hice, alcé la cabeza y la observé, tan alta e imponente y yo tan pequeña y marchita.
-No.
Orgullo. Si hay algo que rebosa en mí eso es el orgullo, como una llama congelada, fría e irrompible, que se desborda por cada poro de mi piel. Un sentimiento férreo que me impide admitir la derrota y pensar siquiera en rendirme, tal vez el único que comprendo. Resistiré el dolor sin quejarme, como siempre he hecho; no me dejaré caer aunque mis huesos se resquebrajen, se partan o queden reducidos al polvo del que nacieron. “Aguantaré los veinte minutos que quedan.” Y en un momento de fugaz decisión me levanto y corro de nuevo, pidiendo el balón a aquel que lo bota en el centro del campo. Entro en la zona y lanzo precipitadamente, el balón golpea el aro y es perdido. Mi fachada orgullosa pierde gran parte de su fuerza. Corro de vuelta a mi propio campo, esperando el ataque, aunque ahora mi defensa es la más débil, y los contrarios parecen haberse percatado de ello sin siquiera buscar las razones. En cada ataque intentan penetrar a la zona superándome, y les es demasiado fácil. Pivotar ya es un reto para mi pie, una vez me pasan no hago un esfuerzo en girarme e insistir en la defensa. Me quedo quieta, bajo la cabeza, humillada, y espero a que encesten.
Según transcurre el partido empiezo a cometer fallos imperdonables: pasos, dobles, campo atrás… Cada error es una grieta más en mi orgullo; miradas anónimas hacia mi persona. Intento interpretarlas, la lógica me dice que deben ser acusadoras y me recriminan que vayamos perdiendo, tienen que querer decirme que no sirvo para esto y que me vaya del partido; yo solo sé que duelen. Pero poco me importa eso, el dolor físico es el único que puedo comprender con facilidad. Si cierro mis ojos lo veo claramente: huesos chocando, unos contra otros, sin que nada se lo impida, bailando al son de mis pasos una melodía dolorosamente rápida. Si observo mi zapatilla no puedo evitar imaginarlo: agujas clavadas en torno al tobillo. Para mí, esto es más sencillo que dar forma a los sentimientos.
El tiempo no parece querer correr. Nueve y cinco. Siempre veo los mismos números cada vez que lo compruebo. Mi desesperación es tal que empiezo a escuchar el tic-tac que un reloj digital no puede entonar. Nueve y seis. Ya no puedo correr de ninguna forma, paseo por la banda izquierda, olvidando mis funciones como jugadora. El juego sigue con intensidad, sin importar que me haya quedado atrás y, como siempre, nadie se ha dado cuenta de que estoy apartada. Nueve y siete. La verja chirría al abrirse. La voz del profesor es el pitido final. Todos paramos y recogemos las cosas. Nueve y ocho.
A ritmo lento, de uno en uno, subo los escalones que llevan a la pista de fútbol. Suspiro, hemos perdido, aunque tal vez en otras circunstancias hubiera disfrutado incluso de una derrota, por el hecho de ser en baloncesto. Una voz superior me saca de mi egocentrismo interno.
- Oye, ¿tú juegas al baloncesto?
-No.
Dos pasos después pienso que tal vez debería haber añadido un “¿Por?”. Creo que una conversación me ayudaría a desviar mis pensamientos del dolor. No, me ayudaría a pensar en algo y no mantener la mente en blanco su culpa.
Todos siguen el mismo camino, atravesando la pista de fútbol. Intento ir deprisa pero no puedo. Y aún nadie se ha dado cuenta de que cojeo ostensiblemente, del balanceo anormal de mi cuerpo, de que no soy capaz de mantener una trayectoria recta. Ando a trompicones y en zigzag, algo ya habitual y a lo que en el fondo me he acostumbrado. ¿Acaso he degenerado? Con los ojos entrecerrados y ceño fruncido llego finalmente a los vestuarios. Ignoro a cualquiera que me cruce y, de nuevo, es una acción recíproca. Con prisa entro en la ducha y me encierro allí. Las pocas chicas que quedan empiezan a marcharse, oigo el molesto chirriar de la puerta una y otra vez, y las voces disminuyen por momentos. Por si acaso todavía ronda alguna lenta por allí dejo la chaqueta fuera. Me dejo caer hasta quedar sentada, sujeto la puerta desde dentro con una mano, con otra agarro mi pie. Ahora que nadie me ve, mi orgullo se rompe, empiezo a liberar las lágrimas que he aguantado, que empecé a guardar meses atrás. Pero no sollozaré, no gritaré, nunca admitiré que me siento débil e inútil. Todavía sospecho que puede quedar una sombra allí. Muerdo mi labio inferior hasta levantar la piel. Con mis dientes agarro esa fina capa, tiro con fuerza, desgarrándome hasta sangrar. Paso la lengua por encima, cubriendo la herida con saliva: escuece. Presiono el punto exacto del tobillo que desencadena más dolor. Las lágrimas caen con más fuerza, esta vez creo que existe una razón. Representar físicamente lo que siento me ayuda a comprender sentimientos. Mi actual visión borrosa me impide distinguir los números del reloj. Recuesto la cabeza sobre los azulejos y cierro los ojos. Inspiro, espiro, lo repito las veces necesarias, callando el llanto que quiere salir con el aire. Tendré “paciencia” hasta que mi cuerpo quiera calmarse, solo espero que no tarde demasiado.
Finalmente decido salir de allí. Recojo la chaqueta bajo el brazo y, ya que mis manos están sucias, limpio con la manga de mi camiseta los restos del secreto lo mejor que puedo. Pero siempre quedarán señales, recuerdo como queda cada centímetro de mi rostro tras llorar de tanto mirarme en el espejo cuando lo hago, para intentar convencerme de mi debilidad sin conseguir nada más que pensar que veo a otra persona y burlarme de mi reflejo.
Veo que mi presentimiento no falló, todavía quedan dos chicas charlando en los lavabos. Prefiero pensar que no se dieron cuenta de que pasé entre ellas para salir. Me cuesta abrir la puerta, hoy ha querido pesar más que de costumbre. El aire invernal me golpea al salir, ahora más que nunca noto el rastro seco que ha quedado en mi cara, siento más frío en aquellos lugares que ha ensuciado el agua salada. Miro por última vez el reloj, las nueve y diecisiete minutos. El camino hasta clase me bastará para cambiar de personalidad, volver a esa falsa alegría y esconder todo lo que ha ocurrido para que no influya en mi sonrisa, que no tiemble, que no se mezclen dos personajes y se note que miento cuando digo que estoy bien. Si por casualidad alguien se fija y me pregunta, diré que solo es sudor y agua, porque aquí no ha pasado nada.
“Debería darme prisa, en cinco minutos tengo Biología.”

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